lunes, 1 de noviembre de 2021

El Coleccionista de huesos. | Eduardo Rafael


 EL COLECCIONISTA DE HUESOS. | EDUARDO RAFAEL.



—Bien, Albert, sin rodeos y con la verdad. Cuéntame, ¿Qué fue lo que verdaderamente sucedió aquella noche? —preguntó el comisario Ronald Simpson al joven ojiverde tembloroso sentado frente a él.

Ya lo había repetido al menos unas mil veces —cabe destacar que la versión de lo que contaba no cambiaba ninguna de esas veces—, sin embargo, para el comisario, la historia que contaba el jovencito carecía de lucidez y en lugar de parecer un hecho real tenía más similitud con una de esas historias fantasiosas que les cuentan a los niños para que no hagan travesuras. Quizá Albert McCollough a sus quince años de edad todavía podría parecer un niño; pero no uno que aún creyese en esas historias, según pensaba el viejo Simpson. Lo único que hasta el momento era tangible para el comisario era el reporte que se había levantado debido a la extraña desaparición de Edmond Pike, hacía días atrás, y que había sido el joven McCollough el último en verlo.

—No espere que diga algo distinto a lo que ya he dicho —susurró el ojiverde—. Es la verdad, es todo lo que recuerdo, y usted tiene que creerme.

Albert, ciertamente, afirmaba no ocultar nada sobre lo sucedido, por muy confundido que pareciera al contar su relato desfigurado y fantasioso. Sus ojos enrojecidos amenazaron con dejar soltar las lágrimas que habían estado conteniendo, y Simpson solo pudo resoplar en frustración.

Según lo que había escuchado el comisario Simpson por boca del joven, era que tanto él, como su amigo Edmond Pike, se habían adentrado en el bosque del pueblo para dirigirse al antiguo cementerio abandonado. Alguien del pueblo los había visto cruzando la verja de seguridad al rededor de la carretera, con mochilas sobre sus espaldas, linternas y un rollo de cuerda en el hombro del desaparecido. Talvez habían pasado treinta y cinco minutos luego de las seis de la tarde para ese momento. Luego de eso, lo único que la gente del pueblo sabía era que un granjero había encontrado a un inconsciente Albert a las orillas de un riachuelo; pero ningún tipo de pistas, rastros o señales del paradero de su amigo. 

El motivo por el cual se habían adentrado en aquel lugar dejaba mucho que desear. En algún momento Edmond se había convertido en un obsesionado de la historia del viejo pueblo, y Albert sólo era el cómplice de sus extrañas investigaciones y teorías. Una de las muchas tardes en las que Edmond visitaba la Biblioteca pública del pueblo se encontró con un extraño y antiguo documento; mismo que lo insitaría a emprender aquella extraña y retorcida aventura. Lo que encontró se trataba de una carta antigua, y según Albert de dudosa procedencia, que hablaba de un supuesto cofre con monedas de oro que habría sido enterrado junto a un difunto en un mausoleo del viejo cementerio. Al principio Albert se había resistido a las constantes súplicas por parte de su amigo pidiéndole adentrarse junto a él en aquel lugar; y talvez nunca lo hubiese hecho, sino hubiese sido por la idea que Edmond le había planteado de que si el oro aún seguía allí serían ricos. Como autor intelectual el mismo Edmond se había encargado de planificar todo y conseguir los diversos instrumentos que se supone necesitarían. Talvez en algún momento dudó de lo que estaban haciendo. Albert decía recordar lo inquieto que este lucía horas antes de salir desde la casa de los padres de Edmond hasta las afueras del pueblo.

Albert estaba muerto de miedo, y no era para menos después de lo que había vivido, pero algo le decía que su amigo; probablemente, y estuviese donde fuera que había ido a parar, se encontraba rodeado de horrores mucho peores. ¿Qué había sido de él en realidad?

Había relatado el joven McCollough que el bosque estaba sumergido en tinieblas mientras ambos caminaban por allí. Juraba que jamás olvidaría el sonido de sus zapatos en contacto con el suelo, en algún momento durante su trayecto, decía haber sentido pánico ante las sombras que hacían los árboles por la proyección de la luz de sus linternas, eran incluso disformes.

Su pánico se agravó significativamente cuando por fin llegaron al sitio al que debían llegar; un cementerio tan antiguo como el pueblo o talvez más. El paso de los años parecía haber golpeado con todas sus fuerzas aquel obscuro y aterrador lugar. Espesa vegetación se esparcía por todo el lugar, tanto así que hasta parecía que el cementerio hubiese sido creado por el mismo bosque y no por la mano humana, las lápidas viejas y derruidas se encontraban atiborradas de musgo y maleza, llenas de un olor bastante fuerte y penetrante que él no sabía describir. Para ese momento el cielo había dejado ver a la luna que se imponía pálida y fría sobre los enormes árboles a su alrededor.

Sus pasos eran pesados y sonoros, llegando incluso a hacer eco por todo el lugar, al igual que el estruendo que provocaron sus mochilas al entrar en contacto con el suelo tras habérselas quitado y tirado al mismo tiempo. Albert observó como Edmond sacaba algunas cosas de las mismas, incluyendo unos radiocomunicadores de los cuales le ofreció uno. Lo recibió sin decir palabra alguna; habían caminado hasta allí en medio de la oscuridad y era bastante obvio lo que debían hacer; seguido de aquello intentaron torpemente quitar la maleza que arropaba el mausoleo, o bueno, por lo menos lo que pudieron. Con esfuerzo habían dejado al descubierto la superficie de granito de la losa, a pesar de la fría noche unas cuantas gotas de sudor corrieron por la espalda de Albert; lo más seguro es que fuese a causa del violento miedo que lo carcomía. Con ayuda de una palanca levantaron la losa pesada dispuesta casi bajos sus pies. Poco a poco fueron viendo como la misma se movía dejando ver un orificio que se hacía cada vez más grande con cada movimiento, hasta que finalmente la habían apartado por completo.

El agujeros rectangular ante ellos contenía una espesa negrura, a la vez que de la misma se escapaban olores tan nauseabundos que no pudieron evitar tapar sus narices completamente asqueados. No obstante, y ambos habían agradecido por ello, aquel fétido y desagradable aroma se habría menguado un poco con el pasar de los minutos. La luz de las linternas parecía no ayudar mucho ya que por alguna extraña razón la fosa parecía haber sido construida con aquella negrura en su interior, peldaños mohosos y casi desechos formaban una escalinata que conducía al fondo de el mausoleo y se desvanecían ante la oscuridad. Se podía percibir mucha humedad allí dentro e incluso un constante sonido de goteo.

—Albert escucha, esto es lo que haremos —había dicho Edmond con voz rasposa—. Yo bajaré y llevaré conmigo un extremo de la cuerda, el otro extremo lo tendrás tú. Si me sucede algo allá abajo te avisaré por radio y me arrastrarás de nuevo a la superficie.

—¿A qué te refieres con que si te sucede algo?

—Podrían haber serpientes, arañas o algún otro animal rastrero allí abajo que pueda atacarme —Edmond se encogió de hombros.

Albert sólo asintió. Después de todo no era que estaba muy interesado en entrar en aquel lugar de apariencia macabra.

Ambos se echaron una última mirada, la última vez que estarían frente a frente. Edmond amarró fuertemente una parte de la cuerda sobre su cintura, empuñó su linterna y comenzó a descender por lo peldaños carcomidos. El joven de ojos verdes vio su silueta desaparecer ante la oscuridad como si se mimetizara con la misma y a sus vez solo dejaba un rastro de escaso brillo creado por la luz de la linterna; vió la cuerda deslizarse lentamente ante él, por momentos se detenía, quizá por algunos segundos, pero luego seguía moviéndose. Incluso pensó que su amigo había entrado a un lugar que parecía no tener fin ¿Cuan profundo podría ser?

Poco tiempo después de caminar de un lado a otro, finalmente Albert tuvo la valentía de sentarse a esperar sentado sobre una fría lápida en lugar de salir corriendo como su mente le pedía a gritos que hiciera.

El poco tiempo que llevaba allí le parecía décadas debido a la ansiedad y la desesperación, frecuentemente miraba el paisaje a su alrededor en todas direcciones; pero sólo podía observar más de lo mismo. Oscuridad y desolación. Observó por unos segundos el radiocomunicador entre sus manos y no pudo contener las ganas de saber de su amigo.

—Edmond... ¿Me escuchas? —un chasquido sonó por el altavoz del aparato y luego volvió a estar en silencio.

No hubo ninguna respuesta por parte de su amigo en esa llamada. Talvez unos díez minutos más tarde por fin pudo oír la voz de su amigo a través del aparato.

—Dios, Albert. No creerías lo que mis ojos están viendo.

—¿Qué es lo que ves? —preguntó mientras sentía una extraña presión en su pecho.

—Hay miles de huesos aquí —la voz de Edmond se escuchaba rara debido a que el radiocomunicador había comenzado a hacer interferencia—. Es como si hubiesen sido enterradas no una sino más personas. ¡Oh, y la peste!

Albert se estremeció.

—Vamos Edmond, si no hay nada de lo que hemos venido a buscar será mejor que nos vayamos de una vez. Fue estúpido pensar que tal cosa sería posible —resopló en la última palabra.

Solo hubo silencio en respuesta.

—¿Edmond?

De nuevo, silencio.

—Oye viejo no seas estúpido, ya deja de jugar. Sal de ahí ahora mismo —exigió el ojiverde.

Para su sorpresa, y en respuesta a sus palabras, el aparato comenzó a sonar estruendosa y entrecortadamente. Por el susto lo dejó caer al suelo mientras sus oídos se inundaban de lo que parecían ser gritos desgarradores provenientes del aparato. Eran los gritos de su amigo. La cuerda comenzó a deslizarse con tanta rapidez hacia dentro de la fosa que hasta parecía que Edmond corriera a kilómetros por hora, pero no saliendo de allí sino adentrándose más. Aún escuchando los pavorosos gritos Albert se inclinó hacia el suelo para intentar tomar la cuerda y detenerla; pero no pudo. La cuerda quemó sus manos al tomarla y un grito de dolor salió por su boca. Solo pudo ver como aquel hoyo por donde había entrado su amigo se tragaba toda la cuerda.

Con su respiración hecha un completo desastre tomó de nuevo el radio entre sus manos doloridas e intento comunicarse con su amigo.

—¡Edmond! ¡¿Me escuchas?!

Nada.

—¡Por el amor de Dios! ¿Edmond me estás escuchando?

Nuevamente nada.

Albert sólo podía oír el sonido de su respiración agitada. Hasta que finalmente algo provino del altavoz del aparato; era interferencia, pero luego escuchó aquella voz que lo haría enloquecer por completo.

—Edmond no está aquí, estúpido —sin duda no era la voz de su amigo. Lo que oía era una voz inhumana, totalmente sobrenatural e incorpórea— él está muerto —tras eso escuchó una irónica risa aguda, lo que bastó para dejar caer de nuevo aquel infernal aparato al suelo.

Se llevó las manos a la cabeza. ¡No podía ser cierto! Aquello no estaba pasando. Albert pedía con todas sus fuerzas que aquello solo fuese una pesadilla y que estuviese por despertar. Pero no, para su mala suerte todo era real; tan real como la niebla espesa que había comenzado a salir desde la fosa y el silbido agudo que provenía de la misma. Mucho más real que el par de puntos rojos que parecían reflejarse través de la niebla al final de las escaleras en el fondo de aquél pútrido agujero. Igual de real que la retumbante y retorcida risa que salió de la misma.

Eso último bastó para el despavorido Albert saliera huyendo de aquel lugar sin mirar atrás ni un solo segundo. Corrió y corrió escuchando aquel silbido  incluso cada vez más cerca a él. En algún momento el ojiverde se desvaneció y lo último que recordaba era haber despertado en el hospital del pueblo con algunos raspones en su cuerpo y totalmente aturdido.

Habían pasado tres días desde aquello por supuesto. Pero para él, el tiempo parecía haberse detenido. Incluso se sentía desprotegido y vulnerable estando allí en la comisaría donde llevaba ya un par de horas contando lo mismo una y otra vez a un escéptico Ronald Simpson.

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